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Nieves Pérez Calero

Del ascenso de mi infierno

Del ascenso de mi infierno

Se hacen todo tipo de eventos en el día internacional de la violencia de género. Todo es poco para recordar que esta lacra social que parece haber sido sancionada desde hace pocos años, sigue vigente y que, como una llama insistente, parece que no se apaga sino que se enciende desde lo que parecían unos rescoldos  entre los más jóvenes.

Pero, dejando a un lado los datos, las estadísticas y los porqués, hoy es justo que se haga protagonistas a esas mujeres que pasaron por un infierno y que a día de hoy quieren y pueden decir  al mundo que lo han superado, que ya no son víctimas y que son felices, pese a que alguien se empeñó en un tiempo en que no lo fueran.

Traemos la historia de Carmen, una mujer de un pueblo del Aljarafe sevillano que hoy día trabaja voluntariamente en una conocida Asociación de mujeres maltratadas. Ella desearía mostrarse tal y como es, con su rostro feliz y orgullosa de haberse hecho de nuevo a sí misma, pero, tiene hijos y ellos se avergüenzan de que su padre fuera un cruel maltratador, por lo que Carmen ha decidido no darnos su imagen pero sí su testimonio.

Ella se casó joven y muy enamorada. Lo dejó todo para estar con el hombre que creía ser el de su vida. Antes de su boda había estado haciendo sus pinitos en el mundo de la tonadilla y colgó sus volantes para crear una familia. Pero en sus planes no estaban previstos los golpes, los insultos ni las palizas.

Carmen pronto se quedó embarazada y dio a luz un precioso niño. Aunque  su marido ya le había propinado alguna que otra torta, ella aguantaba convenciéndose de que había sido una mala racha que se arreglaría con la ternura del pequeño recién nacido. Pero, pronto  las cosas fueron de mal en peor. Los insultos fueron a más y las tortas se convirtieron en terribles palizas. En el quinto mes de embarazo de su segunda hija recibió de su marido una patada en el vientre que le hizo reaccionar. “No sé por qué no me importaba que me hiciera a mí daño, pero a mi hija, no… eso sí que no se lo he consentido jamás… y me marché”. 

Con cero pesetas en el bolso y un niño de apenas un año, Carmen huyó de la casa de su marido, como ella la designa. Cuando llegó a casa de sus padres no la tomaron en serio, le dijeron que aquello era normal, le preguntaron qué había hecho para enfadar tanto a su esposo y la mandaron de vuelta a su “hogar”.

Transcurrieron meses de horrible convivencia con su maltratador. Nació la niña y cada vez eran más constantes los moratones en su cara. “Tuve mucha suerte. Encontró a otra y se cansó de mí. Nos dejó él. Se fue y me dejó sola en aquella finca en medio del campo con mis dos niños”.

Pero Carmen tenía el miedo alojado en su cuerpo. Aún temblaba a la hora habitual de la llegada de su marido del trabajo y un terrible desasosiego le invadía cuando, bien entrada la tarde, los jornaleros de la finca se iban a descansar.  Se inventó un protector. Era un perro mastín que todos los días venía  a su puerta a la caída del sol. “Era el espíritu de mi padre muerto, que venía a protegernos a mí y a mis niños en la soledad del campo. Cuando llegaba la mañana se iba.”

Hoy es una mujer llena de vida. Se siente bien y necesita gritar al mundo que la violencia de género es un mal demasiado común que ha de ser erradicado, tachado y eliminado de la sociedad. Sólo tiene un pesar y es el de sus hijos, ellos no quieren que se sepa que son descendientes de un padre maltratador porque se avergüenzan de ello. “Me duele que mis hijos sólo se fijen en la vergüenza de su padre y no en la valentía de su madre porque he pasado mucho para ser quién soy hoy y quiero decirle a esas mujeres que lo necesiten que se sale, que de ahí se sale porque yo salí”.

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